Hace unos días, uno de los mejores profesores que conozco, y un gran amigo, me pasó un artículo sobre la importancia de decir “no sé” y su efecto en el aprendizaje y el desarrollo personal.
En él, se contaba que cuando somos niños centramos todos nuestros esfuerzos en aprender las normas sociales que nos ayudarán a sobrevivir como adultos. Para ello, observamos, evaluamos y preguntamos sin cesar. Los ejemplos que acreditan esta idea son inmensos: ¿cuántas veces hemos tenido que responder a los innumerables “¿por qué?” de un niño de 4 años? ¿Y cuántas otras lo hemos ignorado porqué no podíamos dar una explicación a lo que nos preguntaba?
Lo cierto es que la curiosidad se reprime a medida que nos hacemos mayores. Al comenzar el colegio, aprendemos que hay preguntas que no se deben hacer porque los demás se van a reír de nosotros, porqué están fuera del tema tratado o, simplemente, porque hacen “perder” el tiempo al profesor. “La curiosidad mata al gato”, “esto lo estudiaremos otro día” o, incluso, “no seas tonto, eso lo sabe todo el mundo” son palabras que están en la boca de los adultos cuando entramos en la adolescencia.
Muchos docentes me rebatirán, y estoy de acuerdo con ellos, que deben seguir un programa muy cargado, que tienen muchos niños por clase y que, a menudo, su alumnos solo hacen este tipo de preguntas para fastidiar e intentar quitarles el mando de la clase. Sin embargo, esta actitud no solo está presente en el colegio, sino en toda la sociedad. Y, desafortunadamente, no saber suele ser sinónimo de ignorante.
¿Por qué pasa esto? cuando crecemos, ¿se supone que ya lo sabemos todo? ¿que no hay nada nuevo que aprender? ¿que lo que nos toca ahora es enseñar? Lo dudo. La verdad es que mostrar a viva voz que uno no es perfecto, que es tosco en ciertos aspectos y que tiene miedos y se siente inseguro en algunos temas (o en muchos) no está aceptado socialmente.
La sociedad elogia a los listos, los guapos, los deportistas y los directores; no alaba a los mediocres, pues no son un buen ejemplo para los demás. Se considera que los que llegaron a lo más alto son buenos en todo y no hacen preguntas porque si han llegado hasta allí es porque ellos ya lo saben; no necesitan aprender. Sin embargo, nadie sabe todo y nadie aprende nada sin indagar ni preguntar. Pretender que no tenemos dudas es un arma de doble filo: nos hace ponernos una máscara de falsa seguridad muy difícil de sostener y, lo peor, nos niega el aprendizaje pues no nos permite descubrir nada nuevo.
Vivimos en un mundo en el que “el qué dirán” prima más que la mejora de nuestra persona. El miedo a decir “no sé” o “¿por qué?” crea una sociedad más infeliz y menos desarrollada porque nos corta las alas de la creatividad y de la exploración personal. En una época en la que los términos “aprender por descubrimiento”, “dotar al alumno de las herramientas” o “fomentar la autonomía en el aprendizaje” están a la orden de día en las ciencias de la educación, tendríamos que plantearnos si hay que cambiar la sociedad primero para que esos patrones del aprendizaje sean realmente efectivos en el aula.
Elena Caixal
Tutora del Área de formación del profesorado